Medusa (liminales) 


Soy presa del olvido. El motivo se vuelve humo. Pienso: me sentaré a escribir sobre esto, pero esto no dura, se deshace demasiado pronto. El recuerdo del pájaro bajo el borde del techo de la casa vieja frente a la gasolinera, entrando al centro de Atenas, siempre el mismo pájaro, un zanate, bajo ese borde de latas que debió tener, en algún momento, una canoa donde dejar ir las aguas llovidas, pero ya no hay canoa y han quedado las perchas que sostuvieron alguna vez esa canoa. En esos brazos inútiles, herrumbrados, llegan a dormitar los zanates y la luz de la gasolinera, fluorescentes que no se apagan en toda la noche, da sobre la fachada amarilla de la casa vieja que nunca me había parecido tan desmantelada como en estas últimas semanas: las ventanas del segundo piso están siempre abiertas, son huecos a la oscuridad interior, sin cortinas, cuadrados que recogen un poco de aquella luz que viene del otro lado de la calle y se proyecta en las paredes interiores de una desnudez mortuoria, las mismas paralelas de las tablas de afuera se revelan dentro. Los zanates acompañan la desolación de la casa, siempre tan pulcra por fuera, recuerdo unas pequeñas butacas que siempre estaban en el corredor, protegidas de la intemperie por la balaustrada inofensiva, también de madera, que limitaba la acera. Nadie nunca echó mano de las butacas y no sabría decir por qué, algo que imanta esa casa, una sensación de perenne vigilancia, de estar siempre alerta un guardián que puede no ser persona alguna sino ella misma con sus ventanas de par en par y sus plumíferos inquilinos. Cerbero de madera que sonríe en algún rincón de lo que antaño fue la barbería, porque la barbería funcionaba en esta misma casa: se abría toda una pared, una pared de esas, amarilla, siempre amarilla, un amarillo desvaído, lento, de crema pastelera, se transformaba en mampara y aparecía la barbería con su espejo y su silla y el barbero que mi abuelo conocía bien. Ahora que lo pienso debe ser más o menos por los mismos años del espejo roto cuando vi por última vez la mampara aquella y el espejo y la silla del barbero, tan conocido por mi abuelo. Diré sobre este asunto ahora, sobre el asunto del espejo. Ahora, el motivo del espejo, a partir del doblez de la mampara y de haber recordado los pequeños cipreses que había al costado de la casa donde pernoctan los zanates: mi abuelo, el pastor de los muertos que entonces desconocía su cayado y su rebaño, venía conmigo, de noche, en su memorable Fiat modelo 74, rojo, regresábamos del centro, pasábamos junto a la casa amarilla, desvaída y pulcra siempre, y para ser más precisos junto a los pequeños cipreses recortados (¿por el mismo barbero tras la mampara?) en formas que se me antojan de lágrima falsa, de pera agudizada hacia el angosto pezón del peciolo, y un camión apareció en el carril contrario tan cerca de nosotros que se llevó el espejo retrovisor. Recuerdo el golpe del espejo arrancado, el silencio que hubo después entre mi abuelo y yo. ¿Se acordará de esto? ¿Habrá pasado una cosa así, que se le haya arrancado un espejo retrovisor al carrito aquel? Luego nos veo, inútilmente, buscando restos del espejo alrededor del carro, amparados por los cipreses, por la casa, por el otro espejo, el del barbero, escondido tras la mampara también escondida en su apariencia de recia pared inamovible. Eterna búsqueda del espejo: estoy sentado en el asiento del acompañante mientras mi abuelo, con las manos cruzadas en la espalda, busca alrededor del carro restos del miembro amputado. Estoy, después, con él, buscando también yo con las manos en la espalda alrededor del carro. Todo para nada. Al día siguiente, estoy seguro de que todo esto es fiel a lo acontecido a la sombra de los cipreses aquellos, vuelve a parar el carro cerca de la casa amarilla, del otro lado de la calle, y cruza y busca una vez más algún despojo. Todo inútil. Los pájaros encuentran refugio en la ausencia de canoa, pero cuando llueva y el agua caiga sin piedad, y las noches sean a veces noches de lluvia y viento, difícilmente aquel pequeño alero podrá servirles de refugio. ¿Harán estos zanates lo mismo que hicieran las palomas en el séptimo piso del edificio con las ventanas rotas? Porque vi eso: un edificio de siete u ocho pisos, en el penúltimo piso, fuera el sexto o el séptimo, los vidrios de las ventanas estaban rotos y podía verse un poco del interior desde abajo, desde donde yo estaba esperando que la luz del semáforo cambiara para poder cruzar, y se veían un cuarto abandonado, grisáceo, malva casi, imagino manchas de humedad, imagino el olor excrementicio que habrán tomado todas las cosas de aquel cuarto abandonado o quizá de todo el piso abandonado, pues por las ventanas rotas entraban las palomas, entraban y salían, y ahora pienso que en la casa de madera, amarillo desvaído, ya extintos aquellos cipreses (acabo de recordar de golpe que no eran cipreses, eran otra cosa, otros arbolitos cuyo nombre no sé, de hojas rugosas, lanceoladas, cenizas), muerto y enterrado el barbero que tan bien conocía mi abuelo, imposibilitado para siempre el doblez de la mampara, a los zanates, cuando lleguen los meses de lluvia, les quedan las ventanas abiertas del segundo piso, hacer lo mismo de las palomas. Entrar en chorro, un chorro de pájaros casa adentro. Como los torrentes de pájaros que me fascinaron siempre en los paisajes de Patinir. 


Había quedado de ir con ellos, como todos los domingos, a la misa de siete. La noche antes le había recordado a mi abuela que pasaran por mí. Pero no fue posible, como no me fue posible llegar el Miércoles de Ceniza a la liturgia de la imposición y escuchar, ojos cerrados, el recordatorio de lo que realmente soy. No fue posible porque desperté cuando mi abuelo llamaba en el portón y ella se había bajado del carro, había atravesado el patio y cuando abrí la puerta estaba en el corredor de la casa y yo recién despierto, semidesnudo, diciéndole me dormí. Resulta extraño dejar de lado el cinismo en estas cosas, sentirse realmente triste por no estar ahí con ellos y no estar ahí, frente al mural con la leyenda de San Rafael Arcángel, simplemente. Hacer lo que se hace, después, un domingo en que no se trabaja. El baño, barrer el piso que acumula pelusas y polvo durante casi siete días, chorrear el café para los dos, mirar a través de la ventana si el palito de uruca echó alguna flor nueva y fragante, algún grano de cáscara muy roja que irá, poco a poco, palideciendo hacia el naranja o el amarillo, o si continúa vivo y abrasivo el culantro coyote, las redes de las arañas con sus bolsas blancas en medio de las telas para criar otras arañas, la chayotera, los restos de fruta que recogen los soterreyes o los zorros pelones, las palmeras, ese patio simple que cuido sin mucho cuido, pero del cual dependo. Lo mejor sería invertir el asunto: decir el patio al que le doy bastante de mí aunque no parezca es el que cuida de mí y no yo de él. Pasan las horas, el calor aumenta, la humedad. El ritmo del día no tiene nada de inusual más allá de mi error de cálculo en la mañana. Pienso en leer pero no encuentro el momento de sentarme y hacerlo, miro los lomos de los libros y hay al mismo tiempo felicidad y agobio, felicidad de poder estirar la mano y tomar el que yo quiera y abrirlo, agobio de saber que tras haber tomado el que yo quiera algo me dirá que no es realmente el que debo, como un mecanismo de autocensura terrible y eficaz, cuya función, lo sé perfectamente, es que pueda seguir haciendo lo que hago, seguir trabajando a destajo sobre una página sin eso que ese censor oculto llama distracciones. Pero la solución nunca ha sido o rara vez ha sido obedecer a ese mecanismo, sino ponerlo en entredicho y seguir por el camino equivocado sin perder de vista, a lo lejos, el camino que, a criterio del censor eficaz, es el correcto. Simultáneamente, en la lectura, se recorren los dos. Se obedece y se desobedece. En la tensión irresuelta, finalmente, contrario a lo que podría pensarse, aparece ese rostro del placer que anduve buscando, algo muy, muy cercano a la fugaz felicidad. Poco a poco el calor da paso a las nubes cerradas, el retumbo de los truenos, la humedad aumenta como anuncio de lluvia, una lluvia inesperada. Lentamente, pasada una hora entre retumbos y una grisura constantemente agujereada por el sol que no se rinde, las primeras gotas golpean el zinc. Se agrandan hasta ser aguacero, tormenta. El olor de la sed cuando se quema al tocar el agua, el sentimiento de volver a otro lugar, jugar con otras reglas: las del agua y no las de lo seco. Ese peso de las reglas del agua, pienso ahora, será algo muy visible en el libro que arme con las hebras, pues todas ellas fueron extraídas durante los meses lluviosos. Ahí, en esas reglas, se evidencia otro problema: la repetición, la repetición de cosas, situaciones, colores, palabras. La repetición que logra, por sí misma, la variación generadora de algo: el libro, el poema, el pensamiento. Dos horas de lluvia que agradecen los jóvenes limoneros. Los pájaros no se quitan de los cables, reciben las últimas ráfagas mojadas y estiran las alas como para acomodar el agua en todos sus rincones, sin saber cuándo volverá, dentro de cuánto estará nuevamente aquí: un pequeño colibrí nos visita de nuevo tras la lluvia, se queda quieto en el cable que atraviesa el patio, viniendo desde el poste de luz de la calle hasta la casa, y puedo verlo en su luminosa pequeñez rascarse bajo las alas, medir las próximas fuentes de miel, no preocuparse por el fragor de las golondrinas encima suyo, y luego partir hacia nuevos ramajes. En un momento estalla algo y sobreviene el apagón, la penumbra mojada se hace enorme. Son casi las cinco de la tarde y tengo listas dos jarras de café, una para Él y una para mí. Caminamos sobre las piedras, los potreros se han teñido de un ardor cuaresmal atravesado por garzas y torcazas, los aviones rompen las nubes parpadeando, olvidados de toda tierra. La amargura y el calor del café negro y la amargura y el calor de la tierra sobre la que caminamos, las voces conocidas que opinan, ahí cerca, sobre la oscuridad impuesta por la tormenta: a lo lejos, dice mi abuela, mientras llovía, caían rayos a lo largo del valle, más allá de la torre de la iglesia vislumbrada sobre los guachipelines que recién perdieron sus flores. Mi deseo más íntimo entonces fue que no regresara nunca la luz profana, que no viniera, que nos sumergiéramos para siempre en aquel quedo oscilar de las alas batientes sobre frutos fragantes, yacentes enredaderas en blanca cascada visible aún en la no visión.


¿Quién fue el otro intruso de ese sueño, el que bajaba ataviado de plumas y hojas secas tras la muralla de la hierba, hacia el lago sombrío de los espaveles? Porque no es posible que todo sea conocido en ese sueño donde entraba en la casa en duelo, y cuando digo casa en duelo no debería imaginarse un lugar concreto, la sala o el comedor, un cuarto o el patio, donde se congregaran una serie de dolientes que despiden a un amigo, a un hermano, a un ángel de porcelana o hilos claros, casa en duelo como decir alma en pena, la casa misma, sus cosas todas lloraban una muerte, aunque esa muerte no se hiciera presente en un cuerpo, humano o no, en cuya carne cesara el soplo. Pero caminé por sus estancias y sentía una agitación en todo, los cristales eran viejos en sus ventanas y habían parecido siempre empañados y duros, pero ahí, en ese momento, se habían olvidado de su edad y dejaban pasar un sol mojado a través de sus cuerpos y ese sol los volvía líquidos, brillantísimos, bellos, y dejaban caer esa luz acuosa sobre el piso, en el interior, nacían charcos de luz, nacían peces en la luz chorreada por los vidrios rejuvenecidos cuya tristeza era palpable. Me sorprendió mucho el nacimiento de aquellos peces en los charcos de luz: recordé un poema perdido que leí alguna vez, tal vez un mal poema o tal vez un poema que yo mismo escribí cuando era otro, donde aparecía un azahar sobre un estanque de jardín, estanque con sus musgos y malas hierbas, pero quietísimo para no deshacer el reflejo terso de la flor aquella, anuncio de un fruto, de una semilla, de un futuro. Y lo recordaba porque aquí, en esa luz potente y por momentos espesa como una miel recién robada a las abejas, parecía vibrar en el viento otra flor como aquella, parecía sucumbir al encanto de los peces recienacidos una forma de levedad obscena, un glande cosechado por la miel para tocar la superficie de lo quieto, llevando consigo otra luz manante. Y así me movía en las habitaciones de aquella casa en luto, notando ese milagro de luz y al mismo tiempo recibiendo en mí aquella tristeza abrumadora. Una tristeza, hay que decirlo, que parecía preparatoria, liminal. Una tristeza que apuntaba a otra cosa y fue entonces cuando empecé a notar esa otra cosa tan impresionante como los peces: habían brotado capullos en los rincones, capullos semejantes a los de un gusano de seda que emitían un cierto rumor y un brillo tan meloso como la luz incendiada de los charcos. La casa entera emitía ese mismo rumor y con él parecía aplacar su propio llanto, su propia tristeza. Los espejos enceguecidos de estupor ante tanto brillo. No había rastro alguno de melancolía en las cosas a pesar de tanto dolor, no había en ese dolor una intención de fin, de no más allá, no, había una apertura que se alzaba contra la muerte y volvía la muerte un río que iba más allá de todo y no estaba jamás confinada en los pobres huecos que se abren en la tierra más dura de los meses más secos. El sueño que viví era en sí mismo un territorio para las metamorfosis y yo mismo, en ese soñar hilado por la devastación de una ausencia, me sentía derivar hacia otro que jamás podría ser ya yo, nunca. Y era yo. Amé aquella casa, una casa en luto que sabía moldear con la arcilla más amarga un nuevo mundo, sepultar las cosas convirtiéndolas en semilla. Pocas veces, pensé después, ya rebrotado, se sueña de esta manera con el futuro. Siempre la maquinación obsesiva del presente o la terrible masturbación con el pasado nuboso. Al salir de la casa vi el patio un poco descuidado, un árbol lleno de pájaros que parecía un almendro o un carambolo y un camino sin pavimentar más allá de las columnas que en otro tiempo sostuvieron un portón. Fui hasta el camino, descendí por él. Paralelo a mí discurría un bosque formado por espaveles altísimos y arbustos y por más que quiero recordar lo que había al final, donde terminaba el bosque y el camino, es imposible. Pero me invadió la certeza de que había alguien además de mí en aquel lugar y esperé, en silencio. Hubo un ruido de ramas quebrándose, hojas secas pisadas en lo más espeso de la sombra, y la figura entrevista, hecha pedazos por el enrejado de ramas y arbustos, por la distribución caprichosa y lenta de la luz. Su torso encrespado de un vello malva como la luz o lo seco, las piernas desnudas, el rostro jamás mostrado, una cornamenta llena de ensortijadas flores y ramas, una cornamenta de ramas, un atavío otoñal como el que llevaban encima, en los poemas modernistas, los caballeros que representaban aquella estación crepuscular. Cierta lujuria, cierto amor: aquel intruso me llevó a escribir la pregunta al despertar, sobre su identidad, sobre su por qué. Han pasado días y días. He soñado más. Escribí un poema sobre este mismo sueño, sobre el mismo ser que bajaba hacia el estanque de sombra y hoy, al terminar este apunte, pienso que podía ser el Cristo que busco, ese por quien la casa entera sufría y se transformaba, por quien yo mismo sufría y me transformaba, el único resurrecto hasta hoy entre nosotros, bendito ensoñado cuyo nombre suelo repetir día a día, a solas y en silencio.


Alerta, en el borde de la tapia, la gata sigue el andar del perro. El perro es una perra y es tímida, pequeña, de orejas amarronadas y pelaje negro sucio, raspaduras en las patas, rabo siempre arriba. Más que tímida es miedosa y viene todos los días o casi todos los días a buscar comida en las inmediaciones de la casa. Si la gata baja de la tapia, la perra se pone alerta, tiembla. Si la gata hace el menor movimiento hacia ella, el menor gesto que suponga que irá sobre ella, la perra huye ladrando, mirando atrás como si la muerte le siguiera la pista. Le teme más a la gata que vigila su andar que a la carretera, ya de la carretera su dueño, que vive en la casa del otro lado, la recogió dos veces. La primera tan solo un susto, un golpe. La segunda una pata quebrada que le tomó meses sanar. Desapareció durante esas semanas la perra, la gata —yo podía verla todos los días desde la ventana del cuarto o desde la mesa donde me sentaba a tomar nota de todo esto, a sacar las hebras—vigilaba, estaba atenta a las tórtolas o a las lagartijas, pero sobre todo miraba a la distancia, como si esperara a la perra. Cuando la perra volvió, la gata la dejó estar en paz, momentánea tregua de unos días antes de que volviera a bajar, consciente del miedo que producía en la sobreviviente, a moverse lento frente a ella como si preparara un ataque. Pero las ironías del destino quisieron que ya no pueda yo volver a escribir como lo hice al comienzo, en presente, nunca más: alerta, en el borde de la tapia… pues quisieron los hados que la muerta bajo las ruedas, en la carretera, fuera la gata y no la perra. La vimos inflada ya, moscas en su hocico del que manaba un poco de sangre, en la orilla. Después, en la tarde, pasado el calor más grave del día, cuando regresábamos, todavía estaba ahí. Nos afectaba la gata muerta. Comenzaba a heder. Opiné que si nadie de su casa salía y la quitaba, debíamos hacerlo nosotros. Imaginé que vendrían los zopilotes al día siguiente y la esparcirían por todo lado. Cuando volví a salir vi a la perra echada cerca del cadáver, custodiándola. La perra viva y la gata muerta mientras llegaba la noche. Busqué una camisa vieja, la abrí cortando la tela a tijera, busqué la pala, fui hasta donde la perra vigilaba el cadáver, el cadáver mosqueado, temí que estallara al tocarlo. Extendí la camisa cortada en el suelo y con la pala hice rodar a la muerta sobre la tela, la envolví y la cargué después en la pala y la traje hasta donde hace unos años enterramos a nuestro amado roedor. La perra me acompañó durante todo el rato, mientras la traje y mientras cavé y después, cuando esparcía tierra y algunas piedras sobre el cuerpo de la gata. Al volver la perra no volvió conmigo, se quedó y yo, desde la ventana de la casa, era ahora el que vigilaba si la perra profanaba la tumba o si hacía alguna otra cosa, pero no hizo nada más que olfatear un poco alrededor, andar por ahí, husmear entre la hierba y luego volver por donde habíamos ido, que era su ruta habitual. Desde este pequeño relato que comienza en presente han pasado meses. Y sigue siendo así, una cosa de ahora, la gata muerta y viva a la vez, la perra sana y herida a la vez, yo escribiendo y recordando y estando ahí a la vez. La primera piedra de este relato fue notar, mientras estaba sin quehacer en la cocina de la soda, la dinámica que había entre la perra y la gata: el miedo de la perra a la gata y la confianza de la gata en ese miedo. Escribí eso entonces, lacónico, brevísimo, en mi cuaderno hebrario para no olvidarlo apenas entrara la próxima llamada pidiendo comida: Alerta, la gata sigue el camino del perro. El ojo de la gata. Las patitas del perro. Meses en ese punto, contenida la ignición. Luego la segunda piedra fue la muerte de la gata, el bocado de tristeza que sentí al verla asesinada, la dejadez de su gente de no recogerla. Recordé que había anotado eso en el cuaderno en aquel momento y ya para entonces habían pasado un par de meses. La ignición siguió contenida. El chispazo que inició el fuego fue doble y ocurrió hoy y, por tanto, en el hoy de la gata que veía andar a la perra sin morir y luego muerta y en el hoy en que recogí y enterré una gata y en el hoy en que la voz de la vecina, dueña de la gata, se oyó llamándola por su nombre. La gata, estoy seguro, entraría por alguna de las ventanas de la casa en ese momento tras haber aterrorizado a la perra y yo estaría sin quehacer en la cocina, anotando algo lacónico y muy breve para que no se me olvide y pensando esto puede ser un cuento o un apunte, y todo mientras estoy aquí terminando esto, a lo lejos, tan cerca de todo, tan cerca como para poder notar de golpe que hace días no veo por ninguna parte a la perra. 


Soñar con escaleras. Endebles y altísimas escaleras que se mueven casi como los tallos al golpe de viento. Un edificio que puede ser un hospital —sueños febriles de la reciente enfermedad, una cama para este cuerpo cansado que la necesita. Pero antes, con desequilibrio y miedo, atravesar las débiles, suspendidas, escaleras de caracol. Y sobre todo el vértigo de los espacios cuando despierto, ese no saber dónde poner el pie para no caer porque no hay forma de ponerlo bien, no hay forma de no caer. El vivo, traidor espacio de los sueños, que palpita lejísimos de toda física, de toda exactitud, convirtiéndose en otro animal o en otro corazón. Merodean ese espacio entidades que son nuestras y que no conocemos, parásitos podríamos decir, que son los verdaderos arquitectos de aquellos hospitales, de aquellas salas, de la altura de las escaleras. Es el miedo un buen maestro de obras y suelo soñar con miedo, el latido de mis sueños exuda miedo aunque lo que sueñe no sea una pesadilla. Además, para mí, que vivo en el país de la noche solo por el miedo, qué diferencia puede haber entre un sueño común y una pesadilla. La pesadilla implica una exposición directa, visual, falsaria, a un cliché del miedo: por ejemplo anoche el hombre que se acercaba a la muchacha que dormía en la cama que fue de mis abuelos, el hombre que no era hombre sino un demonio que necesitaba que aquella muchacha convaleciente abriera la boca para poder invadirla con facilidad, y ella se negaba, y yo estaba sentado a los pies de la cama con una mujer que podía ser la madre de la futura posesa, y el demonio en su forma de hombre, demasiado humana, imposibilitado para hacer que un grito abriera la boca de la muchacha, empezaba a tomar algo así como, según decía una voz en aquel cuarto del pasado, su otra forma, la infernal, y la cabeza se desasía y empezaba a extenderse por todo el espacio y los brazos ya no eran brazos y había un sonido a huesos descolocándose, la madre de la futura posesa me tapaba la boca previniendo un grito mío que atrajera hacia mí aquel mal, y en ese momento la cortina de la habitación se alzaba y velaba mis ojos y me impedía ver la forma infernal que arrancaba, por fin, el grito de la convaleciente, y ahí la bestia se introducía como un benévolo trago de agua maligna. Y con toda esta elaboración circense el miedo no llegó nunca, desperté como si nada. Un cliché del miedo. Y el miedo sí aparece, por ejemplo, en esas demenciales arquitecturas fabricadas por el mismo corazón, hechas para el vértigo, para la confusión y la duda, para esconder aquello que puedo temer, que sea tan solo latencia y nunca presencia. Un miedo posible, solo posible, nunca visto ni oído, un miedo jamás adivinado, jamás dibujado, escondido de alguna manera en formas que no pueden asir los sentidos en aquellos paisajes. Quizá por eso al imaginar el laberinto de los escombros imagino de nuevo este sueño inhospitalario, hibridez de las formas, desajuste de todo lo que en la vigilia se llama real. Baches, huecos, vacíos, silencio porque no hay idioma posible. La lengua materna borrada de aquellas paredes y cualquier otra lengua que podría aprenderse sencillamente calcinada por una bandada jeroglífica, un dibujo a mano alzada que no busca la comprensión ni el deleite. Algo emerge o viene en ese oleaje, algo como la angustia del oleaje del pasado.


 

Byron Salas (San José, Costa Rica, 1993). Es escritor y librero. Cursó estudios de filosofía en la Universidad de Costa Rica. Publicó la novela Mercurio en primavera (Lanzallamas, 2017, Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría; Punto de Vista editores, Madrid, 2021) y los libros misceláneos Mar de fondo (Lanzallamas, 2021) y Marsupiales (Lanzallamas, 2024). Es autor, además, del libro de cuentos Gloria al amor sombrío (Encino ediciones, 2019 y 2024). En poesía ha publicado: Zarcillos (Libros Humildes, 2022), Animales que el amor vuelve humo (Pre-Textos, Valencia, 2023), Carmín ferroso (Editorial Costa Rica, 2024) y Vesperales (EUNED, 2024).