La felicidad de Laura

I

Recuerdo bien los días que precedieron a mi separación de la felicidad. Algo bueno, entre todo lo malo, fue que no le encontraron ni una gota de alcohol en la sangre. No me quiero imaginar la catástrofe que habría sido venir tomadas. Quizás, ella ahora estaría en la cárcel y yo no tendría ni siquiera una pequeña esperanza de que sujetarme. Tampoco es que me gustara verla todo el día postrada en la cama, pero no se comparaba ni de lejos con que la tuvieran entubada en un hospital o detenida por culpa de una alcoholemia que no habría podido demostrar ninguna verdadera culpa, salvo quizás un gusto terco del que no había podido sacudirse del todo y al que regresaba de tanto en tanto, como quien olvida dónde se tropezó por última vez. Por fortuna, al otro señor poco le faltaba para llevar en las venas un litro de alcohol. Si, como dijeron las autoridades, el hombre había salido una hora antes del accidente de una cantina del centro, nadie se explicaba cómo había logrado salir ileso durante todo el recorrido. Ahora, mientras hago mis maletas, ya no me importa; como tampoco me debió importar el sábado 14 de abril a las 11:04 p.m., el momento preciso, según el parte policial, cuando el semáforo del cruce entre Amberes y Rin se puso en verde, y la felicidad reanudó el carro solo para que el otro señor nos embistiera de lleno con su Honda Accord.

Yo me desperté postrada en una banqueta. Traté de ponerme en pie, pero sentí algo distinto en el brazo, como si no fuera mío o como si la extremidad estuviera haciendo un esfuerzo descomunal por librarse de mis órdenes.

No se mueva, muchacha, me dijo una voz descompuesta entre la oscuridad, que poco a poco tomó la forma de un joven paramédico. Tenía problemas para mantenerme despierta y no sabía si dormirme era lo que se esperaba de mí. ¿Dónde está la felicidad?, pregunté muchas veces, ¿dónde está?, pero nadie me dio razones, ni siquiera los muchachos que me transportaron a una ambulancia de luces cegadoras. Los ojos se me arrasaron y la respiración se me entrecortó. Tranquila, señorita, me dijo el paramédico al colocarme una máscara de oxígeno. Cerré los ojos y escuché sirenas, amenazas furibundas de los oficiales de tránsito para que la gente no se acercara. No quería volver a desvanecerme. Me parecía que el mayor acto de egoísmo que podía cometer, incluso de ingratitud, era volver a desmayarme sin averiguar nada de ella, recibiendo quizás los primeros auxilios de unos paramédicos para quienes no era sino otra víctima de la noche.

Cuando me volví a despertar, ya estaba en el hospital. Una enfermera me dio razones del accidente. El Honda se pasó el alto, embistió nuestro carro, al cual hizo girar dos veces antes de detenerse y luego el primer carro se estrelló contra un tercero. El conductor del Honda murió. Traté de no pensar en nada relacionado con aquella noche. La mujer no dejaba de hablar. Lo mejor que podía hacer, decía, era tener fe en que pronto me dieran de alta, aunque primero tendría que luchar por ello y orar hasta alejar de mi vida el fantasma de una amputación. ¿Orar? ¿Por qué mi paz, que tanto trabajo me había costado conquistar a base de recuerdos compartidos y medicamentos, tenía que depender de orar? Entonces me di cuenta de que debía dejar de escuchar a aquella mujer, que dentro de las paredes del hospital no había aprendido a reconfortar a los pacientes de otra manera.

Y qué es lo que tengo exactamente, le pregunté. Una fractura de brazo, pero bendito sea Dios que es solo una fractura y usted está joven. Pero yo quería saber sobre la felicidad y no sobre mí. Entonces, me armé de valor y le hice una pregunta que quizás ella no estaba en capacidad de responderme: ¿Me van a dejar verla? ¿A quién?¡Cómo que a quién! Sentí rabia y empecé a llorar y la enfermera solo sonrió y me puso una mano en la frente y me dedicó una oración que parecía no tener final. Así me di cuenta de que la felicidad había salido ilesa.

II

Ser dada de alta con la imposición de usar un cabestrillo común era un precio muy bajo que pagar tras un accidente aparatoso, pero de todas formas me pareció algo terrible: sentirme inmovilizada de un brazo, casi maniatada para llevar a cabo mis actividades habituales, y que a lo largo de una vida al comando de dos brazos libres había aprendido a dar por hechas. Quizás lo que me dolió más y me hizo verlo todo con el empaño de la desgracia fue tener que dejar el hospital por mi propia cuenta. La felicidad no fue por mí. Bueno, ni siquiera hubo un guarda que me abriera la puerta y me deseara lo mejor, como lo mandan las buenas costumbres. Aquella desolación al dejar el hospital marcaría el resto de mi relación con la felicidad, pero solo unos segundos antes, a pesar de la sonrisa agridulce con la que me despedí de mi enfermera, lo justifiqué todo diciéndome que la pobre no quería regresar al hospital y revivir el trauma de aquella noche. Cómo podía saber que aquella era solo una primera gran decepción.

Al llegar a la casa, pasadas las once de la mañana, ella ni siquiera estaba despierta, ni tampoco se hallaba en nuestra habitación, sino que se había mudado al cuarto de las visitas. No supe qué hacer al topármela allí. Ni siquiera me había estado esperando. Me encerré en el baño. La sensación de vacío apenas me dejaba pensar. Sentía que todo mi cuerpo se había encogido por dentro, dejando un gran espacio desocupado que no tenía con que llenar, no podía respirar con facilidad y el baño no era el mejor lugar del mundo para llevar aire puro a mis pulmones. Pensé en tomar mis pastillas, pero la imagen de mi habitación vacía era más fuerte que mi voluntad.

Cuánto había esperado para conversar con la felicidad y decirle todo lo que me había pasado por la cabeza aquellos días sola en el hospital y, ahora, que tenía la posibilidad de hacerlo, ella no estaba lista para mí. Respiré profundo, trataba de mantener el aire en mi interior durante tanto tiempo como fuera posible y lo exhalaba. Lo repetí una y muchas veces más hasta recuperar la entereza necesaria para no delatarme.

Salí al silencio más perfecto que alguna vez hubiera respirado en mi casa. Quise comer algo, cualquier cosa: un sándwich de pollo. Me pareció de la mayor descortesía no convidarla a ella, aunque ni siquiera se había despertado, así que preparé dos y dejé el segundo en el microondas por si se despertaba con hambre.

De alguna forma tenía que luchar contra el silencio de la casa. Llamé a Valentina. Hola, ¿cómo estás? Laura, ¿cómo estás? Pues, sabes qué, la verdad es que estoy bien, hoy me dieron de alta, estoy en la casa y eso está muy bien. ¡Ay, Laura! Sí, es un milagro que estemos aquí hablando por teléfono, como si fuera cualquier día. No sé qué decirte. Valentina, ¿te digo algo?, siento que pasar por tantas cosas en tan poco tiempo me dejó algo cambiada; para mí es como si el accidente hubiera sido ayer. Me imagino que te vas a quedar en la casa para descansar, creo que es lo mejor que podés hacer, al menos por unos días. ¿Descansar?, ay no, Valentina, yo mañana mismo vuelvo a trabajar; es que si me quedo más tiempo encerrada en la casa, voy a imaginarme que sigo internada en el hospital, y eso es lo último que necesito ahora. Bueno, tomes la decisión que tomes, cuentas conmigo, pero no olvides tomar tus pastillas.

Pensé que hablar con mi vieja amiga me rendiría una buena hora de terapia telefónica, pero la conversación se agotó mucho antes de lo que había imaginado, cada tantos minutos volvía a pensar en la felicidad, que quizás era el único tema que no me sentía en condiciones de tocar. Me despedí. Hacía mal y lo tenía presente. Quizás la mejor forma de afrontar los días que se aproximaban era tratando de hablar de ella con toda la honestidad posible, pero todavía no estaba preparada para decir a los cuatro vientos que la felicidad no había ido por mí al hospital y que ni siquiera había tenido la consideración de esperarme despierta cuando me dieron de alta, quizás porque me culpaba de lo sucedido. Pero ¿por qué? Entonces, no me aguanté más las ganas y entré al cuarto de visitas dispuesta a encararla y reclamarle por todo. ¿Estás despierta? La felicidad se enderezó en la cama y se me quedó viendo con una mirada tan vacía que no supe qué más decir. Me dio la impresión de que aquella era su respuesta sin palabras: Sí, qué, ¿no me ves?, claro que estoy despierta, imbécil. ¿Quieres comer algo?, hay un sándwich en el micro. Pero tampoco me respondió. Se levantó con dificultades. Me le acerqué para ayudarle a caminar, pero me rechazó como si fuera una desconocida. Iba al baño. Le costaba caminar.

III

Al día siguiente, mientras la ley del hielo con la felicidad seguía en rigor, cumplí mis amenazas de ir a trabajar. Antes, al ver que se había comido el sándwich de ayer, le dejé otro en el horno y traté de no pensar en ella al dirigirme al trabajo. Por un momento, me resultó difícil de comprender por qué no había dado ni un solo paso para reintegrarse a su trabajo, pues ella había salido básicamente ilesa del accidente. Sin embargo, no podía saber con certeza por lo que estaba atravesando, así que evité pensar en eso. Además, no era la primera vez que me correspondía echarme sobre los hombros la economía del hogar. Cuando a ella la despidieron de la embotelladora, yo estuve allí para apoyarla durante la depresión del despido y, especialmente, para pagar las cuentas, así que creía contar con los insumos necesarios para suponer que su actitud era temporal. No obstante, algo me hacía creer que pasárselo todo por alto, como si no fuera una adulta responsable de sus acciones, solo perjudicaría mi recuperación, algo que a cada momento me parecía más difícil de conseguir. En cuanto a mí, reincorporarme al trabajo era lo único digno de hacer, aunque yo iba un paso más allá: no solo lo hacía para sentirme útil, sino también para darle una lección de cómo evitar convertirnos en víctimas.

No esperaba un recibimiento caluroso en la oficina. Yo era la correctora de estilo más joven del periódico y la mayoría de los reporteros con humos de escritor eran incapaces de aceptar que una recién graduada viniera a echarles en cara que tres o cuatro correcciones patentes en una cuartilla podían revestir un texto raquítico de una calidad que ni en sus momentos de mayor vuelo literario habrían podido concebir. Quería pensar que casi ninguno me dirigía la palabra por ser la más joven y no por ser una profana del periodismo. Pero no me llevaba mal con nadie; excepto por Su Jin, la altanera periodista de economía y finanzas, que jamás me miraba a los ojos cuando se dirigía a mí. El único que realmente me brindó su apoyo fue Miguel, el jefe de corrección, aunque siempre había algo de fabricado en sus palabras, quizás todo se debía a su avanzada edad, que le hacía ver con ojos desdeñosos todo lo que lo rodeaba. Aquel

puedes contar con nosotros para cualquier cosa que necesites y cuando lo necesites me sonaba a un discurso más digno de un motivador de equipo de fútbol que de alguien genuinamente interesado en los demás. Pero yo creía contar con la madurez necesaria para no dejarme afligir por ninguna cosa que viniera de alguien a quien apenas conocía, así se tratara de mi jefe inmediato. Sin embargo, no todo fue malo en mi reincorporación. Ese mismo día, conocí a un periodista nuevo: Eduardo. Era un joven muy guapo y algo simple, que por alguna razón supuso que yo empezaba a trabajar el mismo día que él. Mi primera impresión fue de molestia porque no me dijo nada sobre mi accidente, pero pronto caí en la cuenta de que no había medio material de que estuviera enterado de la vida y milagros de una compañera de trabajo que, para todos sus efectos, recién comenzaba a existir.

En medio de aquella disputa imaginaria con el joven nuevo, volví a pensar en la felicidad. No quería aceptarlo, pero quizás la razón por la que regresé tan pronto al trabajo era para sacarla un poco de mi rango de visión, y tal vez también de mis pensamientos. Pero si hay algo seguro en el distanciamiento amoroso es que no sirve de nada. Esa regla de oro se cumplió en todos sus alcances durante aquella vuelta a mis ocupaciones. Cada vez que comenzaba a revisar un texto, lo corregía con la misma disciplina de siempre, pero perdía la concentración casi de inmediato y cuando me daba cuenta ya ni siquiera lo estaba leyendo, sino que estaba pasándole por encima a las palabras, incapaz de darle ningún sentido que no fuera su realización fonética. Quería volver al lado de la felicidad lo antes posible. Pero ¿por qué? Tuve tantos problemas para concentrarme, que pronto me di por vencida. Para disimular un poco, todo lo que se me ocurrió fue levantarme constantemente de mi cubículo para ir por café y, en el transcurso, pasar al baño y hablar con Adriana. Recuerdo que envidié como pocas veces su puesto de recepcionista y el contacto con gente en persona o al teléfono, una gran manera de evitar el hastío. Pero, invariablemente, tenía que volver a mi lugar y hacerle frente a noticias irrelevantes y crónicas mediocres que no me sentía con el ánimo de sufrir.

Con temor de no ser, en aquel momento, la mejor jueza de mis actos, no se me ocurrió otra cosa que procesar los textos con aplicaciones de inteligencia artificial. Tenía la esperanza de que, si las notas no alcanzaban el mejor estilo posible, al menos estuvieran libres de dedazos.

Cuando regresé a casa, la felicidad dormía. Siempre volvía muy tarde debido a los horarios del periódico y, por lo general, ya ella estaba dormida para entonces, por lo que no sería nada fácil percibir cuándo las cosas volverían a la normalidad. No quería volver a la casa para hablar con ella, sino solo para compartir el techo con alguien con quien había vivido tantas cosas y la última de ellas: el accidente. Me parecía cursi vernos como sobrevivientes. Había escuchado en la televisión aquella palabra tantas veces y en contextos tan equivocados, que ahora que quizás la podría usar con un poco de justicia me daba asco. Además, aquello habría hecho que nuestras vidas quedaran determinadas por un sujeto que no había encontrado una mejor manera de hacerle frente a su vida que manejando borracho. Nosotras no éramos sobrevivientes. Ese solo era un eufemismo para víctimas. Jamás aceptaría el papel de la mujer que había sido pisoteada por un hombre insignificante. Todo esto lo pensé acostada en mi cama, sola, mientras la felicidad seguía en el cuarto de las visitas, ahora roncando, como una primitiva jefa de familia que, tras la trágica muerte de su hombre, tuviera que velar por la horda.

IV

No pensé que sucedería tan pronto, pero me enfrenté a la felicidad. Sabía que si las cosas seguían su curso invariable, en algún momento tendríamos que sentarnos a hablar, pero ¿llegar a los gritos? Eso fue algo que no vi venir y para lo que no pude prepararme de ninguna forma. Y no me voy a justificar. Creo que yo tuve la culpa, pero al mismo tiempo me cuesta creer que otra persona en mi lugar hubiera sido capaz de actuar distinto. No es normal querer hablar y que te dejen con la palabra en la boca un día sí y el otro también, como si tú no estuvieras allí, como si no fueras más que un mal sueño del que alguien no lograra librarse. Todo lo que hice fue preguntarle si creía conveniente pasar tanto tiempo en cama. Ella nunca sobresalió por su afición al ejercicio, pero tampoco podía ser que a sus treinta años cumplidos hubiera desarrollado aquel apego por vivir postrada. Pero mi mayor delito fue preguntarle qué planes tenía con respecto a su trabajo, si pronto se integraría de nuevo a sus labores y en qué situación había quedado con su jefe tras el accidente, si es que estaba en comunicación con él. El alarido con el que me respondió fue tan espantoso, que le contesté con otro idéntico. Si no vas a volver a trabajar, yo estoy dispuesta a darte todo el tiempo del mundo para que lo pienses y, mientras tanto, me voy a ir a vivir con mi mamá; pero solo dime una cosa, ¿me estás cobrando el haber dicho que eras tú el que iba manejando?, es eso, ¿verdad?; ¿no te ha pasado por la cabeza lo que me habría costado decir que era yo?, ¿tanto te cuesta ponerme a mí primero una vez en la vida?; yo no soy tan exigente, nunca lo he sido, a lo mejor con la esperanza de que los demás o, por lo menos, tú pongas las manos en el fuego por mí una vez, cuando más lo necesite, pero… En ese momento, la voz se me cortó, me derrumbé y le pedí perdón. Sentía rabia por volver al mismo lugar donde había empezado, de rodillas frente a ella, llorando como si hubiera cometido un grave delito que hacía falta purgar, como si todo aquello hubiera sido culpa mía.

Aquel día sentí un gran alivio al salir de la casa y respirar un poco de aire fresco. Me había desahogado, al menos en parte. Pensé que me acabaría reprochando por sentirme feliz lejos de ella, pero no me lo permití. Llegué al trabajo, ordené mis cosas y me dispuse a corregir todos los pendientes. Creo que ese día fue cuando entendí que, a pesar de todo, mi recuperación no tenía por qué ser imposible. Apenas ayer había sido capaz de sonreír al espejo.

Valentina me llamó poco antes de mi hora de salida. Me extrañó que tuviera tan buena noción de mi horario. ¿Te estás tomando las pastillas? Aquella pregunta, por alguna razón, se había convertido en su mantra. Claro que sí, por qué. No, por nada en especial; oye, ¿no quieres ir a comer por ahí, para conversar un rato? Vieras que no puedo, voy a ver a mi mamá porque quedé de llevarle unas blusas que ya no me pongo y ya sabes que ella se las regala a sus vecinas. Ah, bueno, pues entonces no se diga más; me saludas a tu mamá.

Al salir del trabajo, me dirigí al centro comercial donde tantas veces fui con la felicidad. Era raro hacer fila para ordenar en aquella área de comidas a la que en circunstancias normales jamás me habría acercado sola. Desde hacía años, no consumía comida chatarra, a menos de que se tratara de alguna fiesta del trabajo o el cumpleaños de alguien. Pero allí estaba, a la espera de mi turno entre demasiadas personas para esa hora de la noche. En mis tiempos, los centros comerciales ya estaban muertos después de las nueve y ni hablar de los restaurantes. Quizás, me había dirigido hasta allí con la esperanza de que ya todo estuviera cerrado y toparme con la necesidad de volver a mi casa.

De pronto, reparé en una mujer sentada a dos mesas de la mía. Parecía estar contando anécdotas del trabajo, en compañía de otras dos mujeres que cada tanto explotaban en carcajadas. Pude formarme una buena idea de ella: la simpática que todo el mundo adora por su capacidad misteriosa de recrear, una y otra vez, las mismas anécdotas de la oficina, bien añadiendo un matiz distinto, bien contando algún detalle ridículo que no era conocido por todos, pero siempre con el don de hacer reír incluso a quienes ya habían escuchado la historia cientos de veces. Sentí una envidia muy grande. Y eso no era todo. Cometí una de las peores bajezas a las que alguien puede llegar: odiar la felicidad de los otros. Traté de corregirme sobre la marcha, mirar de nuevo a la mujer y sonreír por aquellas historias que no alcanzaba a entender a la distancia, y me parecía que en realidad habríamos podido ser muy buenas amigas y, además, tenía un cabello lacio muy bello, como el que yo nunca podría llegar a tener.

En el parqueo, al abrir el bolso para sacar las llaves, vi mis pastillas por un momento y pensé en Valentina, en lo mucho que se preocupaba por mí, a pesar de que yo no dejaba de mentirle y no era, ni de cerca, tan buena amiga como ella.

V

Dormir sola tenía sus ventajas, una de ellas fue poder empacar en secreto, sin tener que dar ninguna explicación. No estaba segura a ciencia cierta de lo que estaba por hacer, así que supuse que lo más razonable sería no pensar en nada. No empaqué lo que me sería de mayor utilidad para trabajar, sino que solo reuní mi ropa favorita, sin ningún verdadero sentido práctico: vestidos, abrigos, tacones… Solo cuando me detuve a considerarlo, advertí que estaba representando una escena, algo que —ahora lo empezaba a entender— no distaba de lo que la felicidad estaría haciendo para mí, desterrada de nuestro cuarto, presa voluntaria de una cama y casi despojada del don del habla. Pero no podía aceptar sin más sus propias reglas de juego. Óyeme, dije entrando a su habitación y sin darme tiempo de reconsiderarlo, lo de ayer no cambia en nada las cosas, voy a irme con mi mamá por unas semanas. No me quedé a esperar su respuesta y tampoco me dejé de mover para que ni siquiera le pasara por la cabeza la ilusión de que había entrado exclusivamente a decírselo y, por consiguiente, a obtener una reacción. Ya mi vida giraba demasiado alrededor de la suya como para concederle el triunfo de escuchar un ridículo te dejo o, peor todavía, un ya no lo soporto más. Tuve que endurecer cada célula de mi cuerpo para no enfurecerme al comprobar que ya no la inmutaba nada.

Ese fue un pésimo día para mí en la oficina. Su Jin presentó una queja por una de mis correcciones. Me guardaba rencor. Hasta ahora, ella solo había sido una más de los periodistas que me ignoraban, pero haber cambiado todo un párrafo en el que se refería al director de un banco nos hizo determinarnos claramente la una a la otra.

Miguel me retuvo en su oficina casi media hora, ponderándome una y otra vez las virtudes de un banquero que nos pagaba tanto dinero al mes en publicidad que ya se había ganado su primera hagiografía. Me importaba tan poco lo que sucediera con la reputación del banquero, que comencé a asentir a ciegas a cualquier cosa que mi jefe tuviera que decir. Entonces se me ocurrió pensar que toda aquella reprimenda se debía a algo que había entre mi jefe y Su Jin o entre mi jefe y el banquero. A fin de cuentas, yo solo había purgado el tono servil de un párrafo, no era para tanto.

En momentos como aquel, los aficionados a las teorías de conspiración se ganaban toda mi simpatía. En el mundo suceden tantas cosas inauditas detrás de las fachadas, que imaginar un romance entre dos respetables hombres de familia o entre un banquero reumático y la joven periodista estrella de un diario menor tenía todo el sentido del mundo. Si tal cosa era posible, aumentó la envidia que me inspiraba Su Jin. Me imaginé lo fascinante de mantener un romance secreto con alguien de la oficina, y no con un simple compañero sino nada menos que con el jefe: escapadas los fines de semana, guiños secretos y reuniones relámpago a puerta cerrada.

No había traído comida al periódico, por lo que tenía que comer afuera. Justo cuando me dirigía al parqueo, sentí que alguien me llamaba, aunque no por mi nombre. Volteé y vi una cara conocida a bordo de un carro. ¿Vas a comer afuera?, si quieres te llevo, ¡vamos! Era Eduardo, pero en ese momento no recordé su nombre.

Lo que más me llamó la atención del carro de Eduardo era que no se parecía al de alguien tan joven. Estaba impecablemente limpio y olía muy bien. ¿Ibas a salir a comer solo? Sí, siempre salgo a comer solo; casi no conozco a nadie, entonces, no me queda de otra. Tienes que cambiar eso, los días son más llevaderos si aprovechas la hora de la comida para hacer un poco de relajo. Sí, pero comer solo no es tan malo; sirve para desintoxicarte, ojalá en un centro comercial lleno de gente, y te dedicas solo a comer escuchando música; posiblemente, no haya una mejor forma de acabar con la tensión que comer solo. ¿Me quieres hacer sentir culpable por estropear tus maravillosos planes?

Sucedió algo que me hizo reír. Después de comer, sacó su celular y le envió un mensaje a alguien. Una vez que le respondieron, inmediatamente me empezó a llamar por mi nombre. Y me invitó a salir. Pensé en la felicidad y sentí lástima por ella. Nunca la engañaría con nadie, ni siquiera con un muchacho que podría no significar nada para mí a la vuelta de una hora. Pensé en decirle que era una mujer casada, pero me pareció tan ridículo, que solo le dije que no, y creo que eso fue peor.

Volví a la casa de madrugada. Paré el carro, pero no entré de inmediato. Vi que las luces de la habitación del segundo piso estaban encendidas. Mantuve la vista fija en la ventana por un momento, y supe que estaba viendo la televisión porque la tenue luz variaba constantemente de color e intensidad. Por fin, me decidí a subir.

Entré en la habitación y descubrí, con un poco de decepción, que se había quedado dormida. Me acerqué a su cama y la encontré descobijada y tendida en una posición pésima para su espalda. Me logró enternecer y la cubrí con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco que la sacara de aquel que parecía un sueño apacible.

Al entrar en mi habitación, me senté en la cama y me quedé viendo las maletas. Ya todo estaba listo para mi huida, pero no pude moverme. Solo tendría que subirlo todo al carro y marcharme de la casa. Pero me quedé viendo las maletas, sus adornos discretos, su constitución simple, casi endeble. Encendí el televisor y busqué hasta dar con el mismo canal que la felicidad tenía puesto. Entonces me tumbé en la cama y cerré los ojos con el solo fin de quedarme dormida.

Pero me acordé de mis pastillas. Las saqué de la gaveta y las miré como aspirando a encontrar en ellas algo en lo que nunca hubiese reparado. Me las tomé a sabiendas de que tan solo unos momentos después la felicidad volvería a la miasma, donde descansaría hasta que la soledad ya no me lo permitiera más y viniera de nuevo para interrumpirlo todo y volver a tomar cuerpo, sin la necesidad de accidentes de tránsito ni convalecencias, ni siquiera de palabras, cada vez más pálida y callada que la anterior.

 

Sergio Arroyo (San José, Costa Rica, 1976) ha publicado cuatro libros de cuentos: Pequeño jardín del Edén, País de lluvia, Vejaciones y Plancton. Vive en México.